Hoy he de reconocer que aunque todavía no he llegado a mi límite de aguante, que por norma general es bastante elevado, ya van haciendo mella en mi mente los pensamientos acerca de cómo vamos a aguantar tantos días con la misma rutina, misma compañía, mismo lugar, sin salir de casa. Y ese mismo pensamiento me acecha sintiéndome a la vez privilegiada, ya que no hay nada mejor que estar en el hogar dulce hogar.
Quizás es porque este encerramiento involuntario me recuerda los ingresos hospitalarios que he padecido en mi vida debido al GIST y a sus secuelas. El primero, casi alcanzó el mes de duración. El segundo fue de doce días, y el último se acercó a los quince, y en todos los casos se me hicieron interminables. Lo que me ocurrió en todos ellos fue que tenia fecha de salida, y sin embargo la misma se dilató por la dichosa fiebre y flebitis que me han acompañado en todas mis intervenciones y estancias en el hospital.
Sorprendentemente, esa angustia que me acompañaba cada día, el pensar que me iría a casa al siguiente y nunca llegaba, había quedado olvidado en mi mente, porque bien es verdad que ese suplicio terminó en el mismo momento en el que por fin llegué a casa, a mi hogar. Cuando dormí en mi cama, me dí mi primera ducha yo sola o cuando acostaba a mis princesas en sus camas y les daba un beso. Qué rápido se vuelve a la normalidad, y qué lentos pasan y rápido se olvidan los momentos de incertidumbre que marcan tu existencia.
Es increíble el poder que tiene la mente de adaptarse a las circunstancias que van apareciendo, pero también que ahora, cinco años después de la última operación y ocho y medio de la primera, recuerde esos momentos como en los de mayor impotencia vital que he sentido. Y es que el enclaustramiento, la falta de libertad de movimientos, y el no poder salir por circunstancias ajenas a tu voluntad es una sensación que se lleva fatal.
Sin embargo, esta vez es distinto porque estoy en mi casa, con mi familia, en mi sofá, durmiendo en mi propia cama y pudiendo ducharme con agua potable en cualquier momento. La nevera llena, la televisión funcionando, el teléfono móvil que me conecta con mis seres queridos y el ordenador portátil que me permite contactar con el mundo exterior como si en la misma oficina estuviera.
Y no, ahora no siento impotencia ni desasosiego, sólo aburrimiento, ganas de querer hacer más e inútil porque en mi estado de paciente de riesgo no puedo ayudar todo lo que me gustaría. Y sí, también quizá una ligera astenia o puede que tristeza por no poder llegar a todo, volver a delegar la realización de los pequeños recados, haber tenido que abandonar mi rutina de golpe.
Sin embargo esta vez es distinto: estoy en mi casa, sentada en mi sofá, comiendo comida casera que yo misma elaboro, en la mejor compañía y durmiendo en mi cómoda cama. Y por el momento me encuentro sana, bien y con fuerzas, con una ligera intranquilidad de no quedar afectada por el coronavirus pero sobre todo, de que no alcance a los míos.
Por eso, cuando estos días – y suele ocurrirme a última hora – me siento un poco cansada de esta situación, mi mente me regala los tiempos pasados, mis locuras en el hospital, lo largos que se me hacían los días y lo rápido que se me olvidó cuando por fin recuperé mi vida y regresé a casa. Entonces me doy cuenta de que estoy donde debo estar, en mi lugar favorito, con mis personas favoritas, calentita, con comida, sin dolores y sin que me falte nada. Porque sé que esto pasará, que sirve para que nadie sufra en el hospital lo que muchos pacientes están padeciendo, porque evita la saturación del sistema público de salud y porque permite atender a los pacientes que lo necesitan en las mejores condiciones.
Y porque al final, cuando ya no pueda más, siempre puedo recurrir a ponerme a bailar como una loca con la música bien alta, con las caras de mis clones en modo alucie, y saltar y cantar como si no hubiera un mañana. Eso siempre me ha hecho sentir Mas Que Guapa! ¿Verdad mami?
Así que cuando os llegue el momento de bajón, que llegará, pensad que todo pasará, que enseguida volveremos a ver el mar, el sol, sentir la brisa o el viento en la cara, respirar aire puro en la montaña o simplemente pasear por nuestra ciudad con tranquilidad. Pasará, lo veréis, y os llevaréis una gran enseñanza de vida de todo esto: Valorar lo que de verdad importa y que tampoco necesitamos tanto para ser felices. Porque ahora mismo, con dar una vuelta a la manzana, sentiríamos la gloria!
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